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jueves, agosto 25, 2011

Curar las heridas de la Patria.


Por Obispo Diócesis San Bernardo, Juan Ignacio González Errázuriz

Junto con la llegada del mes de la Patria y en contraste con su significado mas propio y natural, el país sufre una serie de conflictos que manifiestan que somos una nación fraccionada por divisiones que no logramos superar. Son las consecuencias de antiguas heridas, de diversas épocas, tipos y gravedad, que aún sangran. Sangran porque los actores fundamentales de esos procesos no han permitido que ellas se cerraran o porque los llamados a cerrarlas no han tenido el coraje de enfrentar decisiones que permitan lograrlo. Pasan los años y las décadas y ahí están. Algo vergonzoso para una nación que quiere llamarse cristiana y en la que se supone que el amor a Dios y al prójimo es la ley suprema de la vida humana. La antigua y anticristiana consigna de la lucha de clases como motor de la historia, propia del pensamiento marxista, aparentemente en retirada, se levanta de nuevo y revoluciona a muchos. Un intento se construir un nuevo orden sobre la base de una libertad sin límites y un relativismo que no reconoce ninguna verdad absoluta son otros signos del mal que nos aqueja. La sistemática destrucción de la familia, constituida por un hombre y una mujer unidos por el matrimonio y para siempre, es también muestra evidente de los errados caminos seguidos, que intentan incluso establecer la unión legal entre personas del mismo sexo. Se agregan a lo anterior un liberalismo desatado en la vida económica, en que las ganancias son el símbolo del éxito, lo que unido a una sistemática perdida de la virtudes personal y sociales, como la caridad, la sobriedad, el orden y el respeto, han conducido a este “amargor de boca”, que recorre el país y cuya responsabilidad es compartida, pero recae, sobre todo, en aquellos que han sido designados para conducir la nación en diversas épocas y ámbitos. Es evidente que debemos trabajar para que los bienes de la tierra y sus frutos lleguen mas equitativamente a todos y especialmente a los mas pobres. A ello se une, por último, una deformación de la dirigencia que sólo les permite observar la realidad como parte de la política y de las argucias para buscar llegar al poder o impedir que quien lo tiene legítimamente pueda ejercerlo.  


Es necesario volver a centrarnos en lo esencial. ¿Cual es el fin de la comunidad política a la que todos pertenecemos? El Bien Común, es decir, aquel adecuado modo de relación entre todos nosotros que permita a todos y a cada uno realizarse en lo espiritual y material. “Para asegurar el bien común, el gobierno de cada país tiene el deber específico de armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales. La correcta conciliación de los bienes particulares de grupos y de individuos es una de las funciones más delicadas del poder público. En un Estado democrático, en el que las decisiones se toman ordinariamente por mayoría entre los representantes de la voluntad popular, aquellos a quienes compete la responsabilidad de gobierno están obligados a fomentar el bien común del país, no sólo según las orientaciones de la mayoría, sino en la perspectiva del bien efectivo de todos los miembros de la comunidad civil, incluidas las minorías”. (CDSI n.169). “El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es expresión, de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos. (…) El fin de la vida social es el bien común históricamente realizable.” (Ibid, 168).

La Iglesia no tiene ni partidos ni gobiernos. Sirve a todas las personas y a toda la persona y le interesa todo lo que pueda contribuir al Bien Común. Su enseñanza se levante fuerte para exigir de todos aquellos que han sido llamados a conducir la sociedad una profunda coherencia con la búsqueda del Bien Común. Ello pasa por la capacidad de diálogo, comprensión y amistad cívica. “El significado profundo de la convivencia civil y política no surge inmediatamente del elenco de los derechos y deberes de la persona. Esta convivencia adquiere todo su significado si está basada en la amistad civil y en la fraternidad, marcado por es el del desinterés, el desapego de los bienes materiales, la donación, la disponibilidad interior a las exigencias del otro. La amistad civil, así entendida, es la actuación más auténtica del principio de fraternidad, que es inseparable de los de libertad y de igualdad. Se trata de un principio que se ha quedado en gran parte sin practicar en las sociedades políticas modernas y contemporáneas, sobre todo a causa del influjo ejercido por las ideologías individualistas y colectivistas”(CDSI, 390).

La Patria amada exige de todos un esfuerzo para que retomemos los caminos de la unidad, la fraternidad y la amistad cívica. Ella nos exige que reconozcamos la verdaderas raíces de nuestro ser, que no son otras que la que emanan de nuestra condición de nación cristiana. Quienes olviden esto, lo ignoren o pretenda borrarlo de la vida social, política o económica, herirán mas alma de Chile y seguirán intentando construir nuestra vida sobre arenas movedizas. Pidamos a la Reina y Patrona que nos ilumine, para, como antaño, volver a acertar a favor de Chile y sus hijos.

+Juan Ignacio, Obispo de San Bernardo



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